jueves, 3 de noviembre de 2011

GAMELA VERDE


Lo mejor de sumergirse en el mar es el sonido sordo que la presión ejerce en los oídos. Ese sonido cautiva a todo el que se deje llevar por la voz del océano. Se oyen más los roces que los ruidos. Hurgar con la palma sobre la arena provoca un festival de decibelios y la huída de alguna despistada acedía.

Aquel verano sólo el mar reconfortaba las ideas y pasiones de un joven que se desvivía por una chica de ciudad, con familia y apellido. Con mirada altiva y cuerpo esbelto. Con rubios cabellos, barco atracado y patrón de yate. Un hombre que nunca se ganó la vida en el mar y coleccionaba las ánforas antiguas que los lugareños le ofrecían como obsequio.

Había un mundo entre el joven de pueblo y la chica de ciudad. Ella se bronceaba en la proa del yate. Se zambullía cuando el calor más apretaba. Se peinaba en cubierta al atardecer para que su pelo se mantuviese bello como su rostro. Disfrutaba de las vacaciones con aire despreocupado. Él se endurecía las manos con las cuerdas y las redes. Se embadurnaba del olor a tripas del pescado que arribaba a puerto. Se ennegrecía la tez tras horas de trabajo mientras la salitre se le incrustaba en el alma. Ella nunca se fijó en él. Él jamás la olvidaría.

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