martes, 8 de junio de 2010

CARNE CRUDA


Su tarjeta de fidelización de cliente estaba repleta de puntos. En los últimos meses había realizado más compras que nunca. El traslado en el trabajo provocó una mudanza hacia el más absurdo de los destinos, en una ciudad anodina y con un cargo sin clientes. La desazón se convirtió en tortura, la televisión en abismo y la masturbación en inevitable. La compañía telefónica le prometió una conexión a Internet de banda ancha en menos de quince días. El calendario avanzaba pero nunca se presentó el operario a ejecutar la instalación.

La urbanización era nueva, de construcción en ladrillo, con un solo bar pero con seis cajeros automáticos. Muy cerca se erigía un centro comercial como infame catedral del consumo. No se podía hacer otra cosa allí, sólo quemar dinero. Sus gastos comenzaron siendo tibios pero, ante el aburrimiento eterno de un lugar sin historia y sin futuro, tirar de tarjeta funcionaba como único entretenimiento. Cada compra, tantos puntos y así todos los días tras salir del trabajo.

Un buen día llegó una carta al domicilio. Fue una de las primeras y escondía un afectuoso saludo del director de la sucursal con un catálogo de regalos para clientes tan importantes como él. Aspiradora, exprimidor, nevera portátil, todos los productos eran anodinos a excepción de uno. Una máquina tituladora. Ésa fue la elección.

Su vida cambió de repente y el aburrimiento se transformó gracias a la furia tituladora. Todos los días ansiaba el fin de la jornada para llegar al apartamento. El proceso resultaba sencillo. Tecleaba un nombre en la máquina y los datos se indexaban en la pantalla digital. Apretaba el botón de enter y un texto en negrita era escupido por la tituladora en forma de pegatina. Los cubiertos, los muebles, las ventanas, los cojines, los cuadros. Toda la vivienda presumía de etiqueta. Y así nuestro personaje mataba su tiempo de asueto, bautizando cada objeto con su nombre preferido, inundando de papeles sus posesiones por traslado.

sábado, 5 de junio de 2010

A VER QUÉ PASA


Hay un amigo, con el que tengo una paciencia infinita, que sostiene que ZZ Top son judíos y que la pizza nació en Brooklyn. La primera vez que me lo hizo saber, mostré cara de extrañeza e intenté rebatirle. Con él es inútil, es capaz de defender el argumento más peregrino con razones absurdas con tal de no dar el brazo a torcer (y tiene un brazo como una pierna). Con el tiempo he aprendido que no merece la pena discutir con él e intento cambiar de tema aunque, a veces, me cueste.

¿Por qué somos tan tercos? ¿Por qué siempre queremos llevar la razón? ¿Por qué una señora de sesenta y cuatro años y la vida resuelta se siente indignada cuando no la dejan hablar? Nos cuesta escuchar a alguien que no sea uno mismo. Nos encanta oírnos porque nos sentimos más importantes y, a día de hoy, es tan difícil sentirse importante. Al menos aquí nadie me interrumpe cuando hablo, sólo la batería del ordenador cuando se agota (de escucharme, supongo).