El mapa sigue cambiando. De pequeño jugaba con un puzzle de gomaespuma que representaba la geografía europea. Una gran mancha, la omnipresente, era Rusia. Con un corte a la derecha que hacía ver que aquello no acababa o que finalizaba bruscamente. Rusia y el mar eran lo mismo, gigantes que no cabían en el juego. Luego comprendí que Rusia y la URSS no eran sinónimas y que los Urales partían Europa y Asia pero no en línea recta. Yugoslavia representaba un tamaño medio, alargado, como si un bañista se tumbase sobre el Mediterráneo.
En la tele me enteré, al crecer, que existía
Serbia, que casi era como Yugoslavia, y que era muy diferente a Eslovenia, que
era como Croacia y que en aquella ensalada de frutas también figuraba
Macedonia. Por el baloncesto descubrí que eran países distintos y que Savic no
podía jugar con Kukoc ni Petrovic con Divac, pese a haber ganado hasta un
Mundial cuando Estados Unidos era imbatible.
Ahora Crimea, esa península de
tanto valor geopolítico, no sabe si quiere ser parte de Rusia o de Ucrania y
quizás pretenda el esplendor de la
URSS de la mano del capitalismo. Deseos antagónicos en el Mar
Negro. Paradojas de Sebastopol, barcos comunistas hundidos y destructores
yankees surcando el Bósforo. Trío de realidades para una hipótesis final.
¿Teléfono rojo o casco azul? Mientras
tanto, los bancos han ganado y ya nadie se acuerda del valor de las antiguas
pesetas.