En mi barrio hay frutería, panadería, mercado, unos cuantos bares y una comisaría de policía nacional. Es una dependencia tranquila con renovaciones del carné y un huerto en la parte de atrás, al lado del parking. Un día, un coche con muchas pegatinas de
Los policías nacionales hacen
turno para desayunar en el bar más cercano y estiran el café y el bocata porque
saben que no va a pasar nada. Pero, últimamente, ha habido cambios. Desde hace poco, un policía nacional
hace guardia en la puerta de la comisaría, armado con un fusil y pertrechado
con un chaleco antibalas. El policía es mayor, canoso, debe de estar cerca de
la jubilación y se nota que estaba muy habituado a hacer renovaciones del carné
y a pedir que, por favor, trajesen dos fotos. La entrada al edificio es tan
pequeña que ni siquiera puede dar un pequeño paseo mientras hace guarda así que
se queda inmóvil portando el fusil. A las dos de la tarde se acaba su turno y
se va a comer. Al rato regresa y vuelve a ejercer su función antiyihadista
custodiando el edificio toda la tarde.
Se ve que los terroristas también respetan la hora de la comida porque ningún
compañero sustituye al policía nacional y la entrada se queda vacía durante el
mediodía.
Cuando paso por delante de él me
entran ganas de hablarle, de darle un poco de conversación. Lo pienso un rato
y, justo al llegar a su altura, no encuentro valor. Temo que me considere una
amenaza, que piense que hablo con él para despistarlo de su función. No quiero
ponerlo nervioso así que camino rápido, agacho la cabeza y me meto en la
frutería. Tras darme el cambio por los puerros y las cebolletas vuelvo a ver al
policía nacional y me doy cuenta de su mirada triste, de su añoranza por la
mesa donde gestionaba la renovación de los pasaportes. El policía nacional mira
el reloj, agarra el fusil con firmeza y eleva la vista. Ahí se queda, velando
por la seguridad de todos.
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