Mi abuelo me enseñó a jugar al
chinchimoni con la sonrisa pícara de siempre. Me ganaba a cada jugada y, entre
victorias pírricas, me mostraba cómo era el juego. En sus manos llenas de mar
escondía las monedas y se llevaba el puño a la espalda. “¿Cantas levo?”, me
preguntaba.
A veces, era yo quien acertaba.
Entonces, él me acariciaba el pelo mientras se apresuraba a retarme de nuevo
para llevarse la última baza. Por mucho que fuese su nieto, a él siempre le ha
gustado ganar y yo seguía jugando incansable disfrutando de lo que durase su
paciencia.
Mi abuelo sabe de derrotas como
todos los que han vivido y han luchado. Últimamente se le están yendo las
fuerzas y no tiene ganas de juegos. Sólo quiere cerrar los ojos, un buen rato, como
todos los que ya han vivido.
Un abrazo por cada escalón.
ResponderEliminarHe venido siguiendo el rastro de Blanco, que se hace el remolón.
ResponderEliminarNunca había oído llamar al juego de los chinos el chichimondi.
Un gran tipo el abuelo y una bonita y sencilla historia, entrañable.
Saludos
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